
Un asesinato: ayer y hoy
Buenos Aires, 9 de mayo de 2014 – Es llamativo y, en muchos sentidos, sugestivo, que el cuadragésimo aniversario del asesinato del Padre Carlos Mugica se recuerde en nuestro país, simultáneamente – o en paralelo- con un cuadro económico y social que revela que cuarenta años más tarde el país está, desde el punto de vista social, que era lo que angustiaba y mortificaba a Carlos, peor que en 1974.
Hay una gran fortuna y hay un gran avance. Carlos Mugica cae asesinado en un país en el que hace ya muchos años hablaban las balas: las ametralladoras, las pistolas, las escopetas ITACA, las bombas. Un país que tenía la tercera parte de la desocupación que hoy tiene la Argentina, pero cuya tasa de criminalidad política era infernal, y que ignoraba que lo peor todavía no había sucedido.
Aquel 11 de mayo de 1974, el asesinato del Padre Carlos, marca un momento particularmente tenebroso para quienes en ese momento ingresábamos a la adultez y dejábamos de lado la adolescencia. Era el momento de decirse: “Si lo ametrallan a Mugica, quiere decir que todo vale”. Lo más terrible, lo más angustioso, lo más truculento de ese asesinato es que durante largos años quedó abierta la pregunta jamás respondida del todo, ratificación de la insondable perversión de lo que pasaba. ¿Qué pregunta era? “¿Quién mató a Carlos?”.
Yo no tengo una verdad a partir de la cual pueda hacer una denuncia impecable. Toda mi vida quise creer, y el día de hoy también, que a Carlos Mugica lo asesinó la Triple A. Pero el solo hecho de que se le diera determinada patente de credibilidad al hecho de que Mugica en realidad había sido asesinado por ex compañeros suyos, revela la profundidad de la herida que en aquel momento ya estaba dividiendo a la sociedad argentina de modo terminal.
Pero en definitiva, más allá del imperdonable asesinato de Mugica, y a sabiendas de que sus ejecutores no eran tan diferentes de los que mataron a Rodolfo Ortega Peña, a Silvio Frondizi y a tantos otros; lo importante es que Carlos creía poderosamente en las virtudes transformadoras del cristianismo, y creía intensamente que su condición de sacerdote nacido en cuna de oro pero volcado a la acción social, terminaría inundando de bonhomía y de buena voluntad a las almas. ¿Era muy injusta la Argentina de 1974? ¿Era acaso un país en donde lo único que se podía hacer era recurrir a las armas?
Mugica fue hasta 1973 un sacerdote católico que veló duramente por permanecer fiel a la Iglesia, lo que revelaba su profunda fe: nada en él se daba por descontado. Había llegado a enunciar la idea de que la violencia popular era legítima cuando no había otros caminos. Pero los caminos se abrieron: el 11 de marzo de 1973 el país pudo votar, y el 25 de mayo de ese mismo año ingresó a la Casa Rosada un gobierno surgido de comicios limpios y libres, presididos por un gobierno militar. En 1974, cuando asesinan a Carlos Mugica, vivía todavía el presidente Juan Domingo Perón, y la Argentina -nunca habrá que cansarse de subrayarlo-, vivía en estado de derecho; con violencia, ocupaciones de predios, situaciones cada días más terribles, emboscadas, asesinatos, pero en un estado de derecho. Había un país violento que no se refugiaba solo en la ultraderecha o en la Alianza Anticomunista Argentina. Había una juventud violenta convencida de que los caminos de la democracia en paz no eran válidos y no llevaban a ninguna parte. La dialéctica de la violencia y de las balas, el lúgubre mensaje de las ametralladoras, se terminó imponiendo en nuestro país. Semanas más tardes después del asesinato de Carlos, moría el general Perón, y la Argentina ingresaba, trasponiendo las puertas del infierno, a la peor pesadilla de su historia.
El Mugica asesinado en mayo de 1974 ya se había diferenciado, tajantemente, de quienes seguían postulando la llamada guerra popular revolucionaria. Sin embargo, como cura y estudioso de los temas políticos y sociales, Carlos estaba convencido de que la Argentina era un país socialmente injusto, y que esa injusticia se patentizaba en la vida indigna de los habitantes de las villas. Jamás se le hubiera a Carlos Mugica decir que el aumento de la población en las villas era un sinónimo de riqueza y prosperidad, como hemos escuchado decírselo a la gente hace pocas semanas la presidente de la Nación.
Para Carlos era evidente que si la gente vivía en esas condiciones indignas, no era solo porque no tenía vivienda, sino porque no tenía ninguna otra posibilidad de hacerse un espacio de vida que no fuera en esos ámbitos inhumanos. Se había convertido en un personaje incómodo para los grupos que ya se habían encaramado en el poder, al lado o junto a Perón. Pero, paradójicamente, al haber denunciado una violencia provocadora de mayor represión, el padre Carlos Mugica era también un personaje incómodo para quienes se golpeaban el pecho clamando por revoluciones y patrias socialistas.
Su asesinato fue una tragedia. Él estaba preparado. Quienes tuvimos el privilegio de conocerlo y tratarlo en aquellos años, sabíamos que los ojos enfebrecidos de Carlos proyectaban una vida interior muy intensa y un compromiso casi mesiánico. Nadie puede saber qué hubiera sido de su vida si el país hubiera evitado que la vida de él, como la de tantos otros miles argentinos, se perdiera. Pero es importante reflexionar: aquel país injusto y desigual de hace cuarenta años, es hoy un país más injusto y más desigual.
Afortunadamente, hemos tenido la madurez de esquivar la tentación terrible de la violencia. Ése es el gran avance de los argentinos. No es imaginable hoy un asesinato político de la dimensión que implicó la muerte de Carlos Mugica, el 11 de mayo de 1974. Pero no es para regocijarse: eso lo hemos hecho, es un logro nuestro, la concepción de la vida civil en paz y en el marco del estado de derecho.
Pero la gran tarea de Carlos Mugica sigue pendiente y no le hace ningún favor a su memoria que en las próximas horas sea nuevamente objeto de escarnio al tratar de politizarse desde el poder con criterios de marketing, el recuerdo de una vida esencialmente pura, y entregada a la sociedad.
© Pepe Eliaschev