Pasión por la radio

Tronar el escarmiento
Buenos Aires, 13 de diciembre de 2013 - Es imprescindible extraer conclusiones y diseña algunas moralejas después de lo que este jueves 12 de diciembre de 2013 se vivió en la capital de la Argentina.
No se trata de sobrestimarla alocadamente convirtiendo a esa noche olvidable en el apocalipsis final. Pero, por otro lado, tampoco es bueno ni recomendable ni saludable, disminuir, ningunear o atenuar la gravedad de lo que pudimos ver con nuestros propios ojos.
Cuando suceden acontecimientos de esta naturaleza uno tiende a evolucionar rápidamente a lo cuantitativo, ¿Cuánta gente participó? Créanme que es un recorrido capcioso, porque normalmente los grandes males son ejecutados por pocas personas.
No estoy poniendo en el lugar de “grandes males” los destrozos de este jueves 12 de diciembre, que fueron, por otro lado, atroces. Pero, en términos generales, cuando se recorre la historia de la humanidad, episodios malignos, capítulos de la indignidad humana, son la responsabilidad de grupos relativamente reducidos.
Siempre cabe el argumento de que los perpetró “un sector minoritario”, o, como reza ese eufemismo repudiable de la Argentina, “un pequeño grupo de inadaptados”.
El grupo de ayer no era pequeño, ni era grupo. Era una pueblada. No eran meros inadaptados, eran delincuentes, a secas.
Me angustia una pregunta para la que no tengo respuesta. Miro las imágenes, les veo la cara a estos sujetos, recorro sus movimientos, trato de hacer un esfuerzo de respiración profunda, asumir la totalidad de lo que estoy viendo, y no tengo manera de comprenderlo.
Hace muchos años que soy un buscador de noticias en todas las señales de televisión extranjeras a las que tengo acceso. Tengo, si se quiere, la dicha o el privilegio de hablar varios idiomas y con muy pocas excepciones lo que veo y escucho lo puedo entender.
Son antológicas las imágenes que desde años vienen de África o de zonas del Asia con poblaciones exhaustas y desesperadas por el hambre a las que se alimenta desde los helicópteros de las Naciones Unidas o de países que donan alimentos, tirándoles bolsas de cereales en medio de sus campamentos de refugiados.
Son emblemáticas las interminables y desesperantes imágenes que se pueden ver, por ejemplo, por la televisión británica, la BBC de Londres, o la CNN de Estados Unidos. Madres africanas con sus ubres exhaustas, sin leche en los pechos, teniendo en sus brazos pequeñas criaturas que ya han nacido raquíticas.
Comparada la Argentina con esta situación de horror, espanto y deshumanización, que durante tanto tiempo ha sido el pan nuestro de cada día en muchos naciones del mundo, acá se ven forajidos robándose zapatillas o manoteando cámaras de televisión. Estos delincuentes merecen la cárcel, dura y pura, con la aplicación en toda su alcance de las penas que formalmente impone la ley, pero que en la Argentina nadie aplica a fondo.
La pregunta para la que no tengo respuesta, es ¿por qué? ¿Qué es lo que lleva, a estas hordas a actuar de esta manera? ¿Quiere decir que si un buen día los semáforos quedan fuera de servicio, la gente es incapaz de auto regularse en la calle? Los semáforos son la versión inteligente, moderna y racional de una sociedad que quiere organizarse pero admite que eso no puede darse, salvo excepciones, de modo espontáneo.
Por eso los semáforos, para que una señal sea válida para todas. Rojo quiere decir que no se puede pasar, verde quiere decir sí se puede pasar. No se puede robar, hay que comprar. Las cosas cuestan.
A las bellas almas de cierto sedicente progresismo, es bueno recordarles que en los países que se proclaman socialistas, ha existido y existe el robo y es castigado duramente por el Estado socialista. La pena de muerte, por ejemplo, nunca desapareció de China ni Corea del Norte, y también existe en Cuba, aunque hace años que no la aplican. Pero la han aplicado a rajatabla.
Los países que se definen en función del ideario marxista consideran que los delitos deben ser sancionados con el más duro de los remedios, la pena de muerte. Con la vida. No es demasiado progresista la actitud que tienen ante el delito los gobiernos de Cuba, China o Corea del Norte.
Sin embargo, acá se nos dice que lo que sucede es producto de un estado de necesidad. La Argentina vive hamacándose en la cantinela de las necesidades básicas insatisfechas. Poseer “altas llantas”, como llaman estos muchachotes a las zapatillas caras, ¿es saciar una necesidad básica insatisfecha? ¿Poseer un teléfono inteligente, un smartphone, compensa una carencia, una vivicitud que no se puede padecer y lleva inevitablemente al desenlace del arrebato?
Todo el entero edificio de un vaporoso ideologismo seudo social ha venido durante años inyectándose en las venas abiertas de la Argentina, para alegar que “las cosas por algo suceden”. Hay un curioso “por algo será progresista”.
Así como le mentalidad criminal y represiva que prevaleció en los años Setenta consideraba que todo sospechoso era culpable y que si había desaparecido por algo sería, en el progresismo argentino se ha replicado esa misma mentalidad. El “por algo será” se ha replicado en el ámbito del robo. Se dice que roban porque hay cosas que les faltan. O un argumento mucho más especioso y oblicuo: se habla del resentimiento ante la ostentación de la riqueza. Por eso, como la riqueza es muy ostentosa e indigerible, como hay gente que se viste con ropa muy cara, usa joyas, teléfonos carísimos y automóviles de alta gama, esto estimula las peores reacciones en gente desprovista de estos bienes.
Esta mirada, aristocrática y en el fondo oligárquica, que considera que los pobres son todos delincuentes potenciales, ignora que la abrumadora mayoría de los pobres no son delincuentes, pero hay una minoría muy grande, integrada por miles de personas (se las vio este jueves 12 de diciembre en el Obelisco), para quienes arrebatar lo que no les corresponde, es algo perfectamente natural y legítimo.
De cara a lo que sucedió, es absurdo y parece mentira tener que aclararlo todavía a estas alturas, que en la Argentina se siga especulando con la idea de que es posible reordenar el escenario social sin hacer tronar el escarmiento de la ley. Pocas frases más peronistas que esa. No fue Videla quien inventó la frase “que truene el escarmiento”, fue el general Perón.
El escarmiento de la ley no es justicia propia, no es la ley del Talión, ojo por ojo, diente por diente. El escarmiento de la ley es “el que las hace, las paga”. No estamos en presencia, hay que decirlo una vez más, de desesperados robando leche para darles de comer a sus bebés. Estamos en presencia de delincuentes que han perdido toda noción de las restricciones, entre otras cosas, porque hace más de una década, en el país prevalece una doctrina absurda, espesa, turbia y oblicua según la cual, si se roba por algo será.
En un país en donde el enriquecimiento sobresaliente de los poderosos hiere a los ojos, además de todo el discurso relativizante del seudo progresismo, eso también es un elemento a ser considerado.
Hay mucha gente que considera que ese par de “altas llanas” les corresponde, sin pagar, entre otras cosas porque aprendió que en la cúpula del grupo gobernante hay mucha gente muy rica y nadie sabe cómo fue que se hicieron tan ricos.
© Pepe Eliaschev
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